sábado, 29 de agosto de 2020

Don Gastón, el viejo del poncho.


Me ha conmovido el documental sobre don Gastón Soublette, titulado el viejo del poncho, de José Luis Villalba. Se estrenó el domingo 23 de agosto a través de Youtube por la cuenta de la Corporación Cultural de Las Condes. 

Gastón Soublette, hoy de 93 años de edad, pertenece a esa clase de personas que nacen en cuna de oro. Sin embargo, nacen distintos, sin esa impronta arribista que caracteriza a algunos ricos y que los nuevos ricos a la chilena, insisten de manera ridícula en imitar. Esos nuevos ricos que carecen de educación y sobre todo, de la impronta natural del "abolengo". Esos mismos que se van el fin de semana a "Mayami", que votan por la derecha para que la economía "se active" pero no les gusta declarar impuestos. Que se compran el auto del año pero aun así, se ven ordinarios. Se visten de seda o de corte italiano, pero siguen viéndose feas o feos. Que se mueren por tener casa en Chicureo, así, recargando la "Ch", para arrancar y esconderse de la miseria que les tocó nacer. Que ponen a sus hijos en colegios de ricos, para sentirse parte del segmento, pero que en fondo, son mirados como "pobres que dieron el salto y que ojala les dure la plata".

Gastón Soublette es todo lo contrario a aquella plasta sin descendencia y está lejos de ser un rico venido a menos. El hombre, es un ilustrado, es un sabio. Filósofo, (hace clases en la UC), Musicólogo (estudió en Francia), escritor y recopilador. Y lo más importante, el dinero no forma parte de su vida. No lo necesita. Soublette es un hombre que ha llenado su vida con mística. En su juventud, después de pertenecer al nacional socialismo -a la chilena por cierto, lejos de creerse raza aria, el movimiento se terminó con la matanza del seguro obrero- cruzó el umbral para transformarse al cristianismo. Se introdujo en el pueblo profundo, ese que no aparece en la postal exitosa, esa postal que muestra hoy un Santiago oriente iluminado y a un extremo, la torre Cencosud, donde paradojalmente, se suicidan muchas personas al año pero no se dice, se sabe, pero no se dice. 

La gente lo abraza, lo saluda, lo admira. El se arrodilla frente a un centenario o milenario viejo árbol. Es el único símbolo al que una persona como Soublette, le rinde tributo y le muestra su respeto. El sabe muy bien que este sistema económico está llevando al humano a su fin. Y en medio de esta catástrofe virulenta, sus palabras toman un sentido lleno de lucidez, como nunca antes, porque si algo trajo el coronavirus, fue la reflexión de sentirnos tan mínimos y poca cosa, que hasta las y los más cabezas de mierda, encerrados en sus departamentos, comprenden por que los pumas bajan de la montaña a pasearse por las calles. 

Gastón Soublette es un patrimonio vivo, un ser con la coherencia necesaria y la legítima conexión con la naturaleza, que pone en jaque hasta a los ingenieros comerciales picados a pseudo hippies pero con dinero, que se van en su Ranger o 4x4 a la punta del cerro y sus mujeres o "palomas", hacen recetas de comidas con pétalos de flores, que es la última tendencia de la gente "cota mil".

No se necesitan gurúes. Don Gastón está lejos de serlo. Porque su humanidad y su conexión con el mundo son posturas de vida llenas de verdad. El sabe muy bien quien es, de donde viene y sobre todo, por que tomó el camino que tomó. 

domingo, 16 de agosto de 2020

Pasaporte sanitario


Viajé a Santiago el lunes 10 de agosto. 

¿Y por qué ocultarlo? El pasaporte sanitario que se solicita al Ministerio de Salud me tenía identificado hasta con un código QR desde el lugar de origen hasta el lugar de destino. Y está bien. Me parece bien el control en estos casos de emergencia sanitaria. 

Antes de entrar a Santiago, precisamente en el sector de el águila,  todos abajo. El código QR listo en el teléfono. La funcionaria, una joven, me pregunta el motivo de mi viaje:

-¿A qué viene a Santiago?

-¡Créame que nunca se viene a Santiago por viaje de placer, vengo a ver como está el departamento donde vivo!

-¿Y tiene algún documento que lo acredite?

-¡Tengo el pasaporte sanitario, que es una declaración jurada!

-¡No, pero tiene que tener un documento a parte, o si no en el terminal le van a sacar una multa!

-¡No tienen por qué sacarme multas, si en la declaración jurada, precisamente declaré a qué y dónde vengo!

Cuando el diálogo ya estaba poniéndose tirante, la chica me dijo:

-¡ Ya, vaya no máh!

Llegando al terminal de buses un militar se pone en la puerta del bus, nos hace bajar y hacer una fila. El segundo control sanitario fue pasaportes en mano y las chicas que estaban en esa labor escanearon los códigos.

-¡Qué le vaya bien caballero!

-¡Eso espero, gracias!

Bajando al metro, la cosa volvió a ser casi el paisaje de siempre. Los vendedores ambulantes instalados en sus negocios, como siempre. Los indigentes de la escalera, donde siempre. Adentro del carro del tren, un vendedor de chicles. Un tipo que subió a cantar, portaba una guitarra y miraba hacia los andenes por si lo seguía algún guardia. No cantó, andaba con mascarilla, pero me quedé pensando ¿cantará con o sin mascarilla? y una vendedora de calcetines con chiporro a "dos lukas" el par. No volvía a Santiago desde marzo. En marzo, cuando la pandemia comenzó, tras la mascarilla solo se apreciaban ojos con miedo. Cinco meses después, las miradas son de aburrimiento.

Miercoles 12. Terminal San Borja. De vuelta.

Viajé en un bus con destino a Valdivia que me dejó en San Fernando. Un nuevo pasaporte sanitario. Duran 24 horas. Lo mismo. 

- ¡Tiene que tener algo que acredite que vive allá!

Ya no quería ni discutir. Llamé a mi madre que me enviara por wathsapp una boleta del agua. Listo. Pero le dije a la joven.

-¡Mira, con todo respeto! 

-¡Dígame!

-Viajé a Santiago por asuntos de trámites. Anduve en el metro, para lo cual, se debe pedir permiso en la comisaría virtual y eso dura 3 horas. Ahí estaban los vendedores ambulantes, los indigentes pidiendo dinero y hasta los cantores con guitarra. La gente anda casi como un día normal. Está bien el control para venir, pero la ciudad sigue como casi siempre. 

A unos metros, tres carabineros conversaban y hacían chistes con un par de militares. 

-¡Y ellos ahí riéndose y echando el pelo! ¿sirve de verdad tanto control?

-¡Si sé caballero! ¿pero que le voy a hacer?

No escribí esto para hacer juicios ni menos para dármelas de listo o astuto. Pero esto es lo que está pasando. Después de cinco meses, viajar se me hizo estrictamente necesario. Pero Santiago está desordenado, aún con cuarentena. 

Estamos a 16 de agosto de 2020 y esta semana los contagios se han incrementado en más de dos mil por día.

Mal. Muy mal.