domingo, 16 de agosto de 2020

Pasaporte sanitario


Viajé a Santiago el lunes 10 de agosto. 

¿Y por qué ocultarlo? El pasaporte sanitario que se solicita al Ministerio de Salud me tenía identificado hasta con un código QR desde el lugar de origen hasta el lugar de destino. Y está bien. Me parece bien el control en estos casos de emergencia sanitaria. 

Antes de entrar a Santiago, precisamente en el sector de el águila,  todos abajo. El código QR listo en el teléfono. La funcionaria, una joven, me pregunta el motivo de mi viaje:

-¿A qué viene a Santiago?

-¡Créame que nunca se viene a Santiago por viaje de placer, vengo a ver como está el departamento donde vivo!

-¿Y tiene algún documento que lo acredite?

-¡Tengo el pasaporte sanitario, que es una declaración jurada!

-¡No, pero tiene que tener un documento a parte, o si no en el terminal le van a sacar una multa!

-¡No tienen por qué sacarme multas, si en la declaración jurada, precisamente declaré a qué y dónde vengo!

Cuando el diálogo ya estaba poniéndose tirante, la chica me dijo:

-¡ Ya, vaya no máh!

Llegando al terminal de buses un militar se pone en la puerta del bus, nos hace bajar y hacer una fila. El segundo control sanitario fue pasaportes en mano y las chicas que estaban en esa labor escanearon los códigos.

-¡Qué le vaya bien caballero!

-¡Eso espero, gracias!

Bajando al metro, la cosa volvió a ser casi el paisaje de siempre. Los vendedores ambulantes instalados en sus negocios, como siempre. Los indigentes de la escalera, donde siempre. Adentro del carro del tren, un vendedor de chicles. Un tipo que subió a cantar, portaba una guitarra y miraba hacia los andenes por si lo seguía algún guardia. No cantó, andaba con mascarilla, pero me quedé pensando ¿cantará con o sin mascarilla? y una vendedora de calcetines con chiporro a "dos lukas" el par. No volvía a Santiago desde marzo. En marzo, cuando la pandemia comenzó, tras la mascarilla solo se apreciaban ojos con miedo. Cinco meses después, las miradas son de aburrimiento.

Miercoles 12. Terminal San Borja. De vuelta.

Viajé en un bus con destino a Valdivia que me dejó en San Fernando. Un nuevo pasaporte sanitario. Duran 24 horas. Lo mismo. 

- ¡Tiene que tener algo que acredite que vive allá!

Ya no quería ni discutir. Llamé a mi madre que me enviara por wathsapp una boleta del agua. Listo. Pero le dije a la joven.

-¡Mira, con todo respeto! 

-¡Dígame!

-Viajé a Santiago por asuntos de trámites. Anduve en el metro, para lo cual, se debe pedir permiso en la comisaría virtual y eso dura 3 horas. Ahí estaban los vendedores ambulantes, los indigentes pidiendo dinero y hasta los cantores con guitarra. La gente anda casi como un día normal. Está bien el control para venir, pero la ciudad sigue como casi siempre. 

A unos metros, tres carabineros conversaban y hacían chistes con un par de militares. 

-¡Y ellos ahí riéndose y echando el pelo! ¿sirve de verdad tanto control?

-¡Si sé caballero! ¿pero que le voy a hacer?

No escribí esto para hacer juicios ni menos para dármelas de listo o astuto. Pero esto es lo que está pasando. Después de cinco meses, viajar se me hizo estrictamente necesario. Pero Santiago está desordenado, aún con cuarentena. 

Estamos a 16 de agosto de 2020 y esta semana los contagios se han incrementado en más de dos mil por día.

Mal. Muy mal.

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